26 agosto, 2025
Igualitarismo
Esta semana, he cogido un taxi en una ciudad del norte de España y, durante el trayecto, el conductor pronuncio con resignación una frase que se me quedó grabada:
“Da igual el esfuerzo que haga, no voy a progresar.”
Detrás de esas palabras había una historia marcada por límites muy concretos. El taxista, me contó, que solo puede ser propietario de una licencia -la normativa municipal no le permite tener más de una- y únicamente él puede conducir su taxi. No está autorizado a contratar a un asalariado que mantenga el taxi en funcionamiento más horas. Además, su jornada está regulada al detalle: número máximo de horas de conducción, obligación de descansar un día entre semana (preestablecido) y de librar un fin de semana de cada dos. Como si fuera poco, las tarifas están fijadas, de modo que no puede ajustar precios para mejorar ingresos.
Pero las barreras no terminan ahí. La propia actividad del taxi además de regulada está contingentada. En cada ciudad existe un número limitado de licencias y, para entrar en el mercado, no basta con tener voluntad o capital para comprar un vehículo: es necesario adquirir la licencia a alguien que abandone la actividad. Este sistema convierte la entrada en un coste elevado y restringido, asegurando que el mercado nunca se expanda libremente.
A esto se suma la presión del colectivo. Como los taxistas saben que la demanda de sus servicios es relativamente fija, han diseñado sistemas para repartirse el trabajo de forma equitativa. Cuando llamamos a una asociación de taxis, las aplicaciones están diseñadas para garantizar que todos los asociados trabajen lo mismo y que nadie “rompa” el equilibrio. La diferencia entre el app de un taxi y la de un VTC es reveladora: mientras las apps del taxi distribuyen el trabajo, las de los VTC priorizan la optimización del servicio al pasajero, empujando a sus conductores a competir por disponibilidad y rapidez.
En este contexto, comprendí por qué aquel hombre afirmaba que nunca progresaría. Aunque ponga todo su empeño, las normas del sistema y la lógica colectiva lo encierran en un marco del que no puede salir.
Y aquí surge la reflexión más profunda. Los libros de autoayuda repiten que todo depende de la voluntad, la disciplina y la constancia. Pero este autónomo se ha topado con un muro más sólido que cualquier falta de motivación: unas políticas que, bajo el nombre de igualitarismo, limitan las posibilidades de superación personal.
El igualitarismo sostiene que aumentar la igualdad social y económica mediante la redistribución de bienes y rentas mejora las sociedades y eleva el valor del mundo en su conjunto. Sin embargo, el caso de este taxista muestra la tensión evidente: ¿hasta qué punto estas políticas, diseñadas para equilibrar, no se convierten también en un freno al progreso individual?
Esta anécdota revela una verdad incómoda: en nuestra sociedad, el trabajo, el ahorro y el emprendimiento han dejado de ser valores sociales.
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